Se supone que quienes participamos en el culto de una Iglesia como la nuestra, que se
dice fundada por Jesús de Nazaret, somos seguidores suyos, y como tal solemos
definirnos. Pero esto es muy cuestionable, como vamos a ver. Podemos dejar de lado la
cuestión, tan debatida, de si Jesús quiso instituir una Iglesia de alguno de los tipos que
conocemos. Parece claro que él presuponía que sus seguidores continuarían organizados
de alguna manera. Por ejemplo, cuando decía: Sabéis que los príncipes de las naciones
se enseñorean sobre ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas
entre vosotros no ha de ser así; sino el que quisiere entre vosotros hacerse grande, sea
vuestro servidor; Y el que quisiere entre vosotros ser el primero, sea vuestro siervo.
(Mateo, 20:25-27), estaba dando por sentado que sus discípulos seguirían agrupados en
algún tipo de colectivo, pero él no recetaba formas concretas de organización, solamente
formulaba líneas generales, principios, como el de excluir el dominio de jerarcas y
sustituirlo por servicio a la comunidad. La comunidad en cuestión estaría constituida
por el conjunto de personas que se sienten interpeladas por su llamamiento o
convocatoria: «Sígueme».
Pues bien, cuando él llama a seguirle, lo hace con un objetivo concreto. El seguimiento
significa algún tipo de proyecto, de finalidad. ¿Estamos, quienes nos consideramos
seguidores suyos, volcados en su proyecto?. Él lo definía como «el Reino de Dios».
Alguien que nos mire a los miembros de la Iglesia, ¿qué ve en nosotros? Parece que lo
más destacable sobre lo que consideramos pertenencia a una iglesia cristiana, aparte de
unas creencias concretas, es una práctica cultual. La asistencia a unos servicios
religiosos, a ceremonias: misas, rezos, procesiones, peregrinaciones… la recepción de
lo que llamamos sacramentos: bautismo, confirmación, matrimonio, comunión,
penitencia… En resumen, la asistencia a ceremonias, actos de culto, litúrgicos… ¿Es
para esto para lo que Jesús convoc(ab)a a sus seguidores?, ¿Es eso el Reino de los
Cielos, del que él hablaba?
Parece ser que no. Precisamente, uno de los llamados por él a seguirle respondió que
esperase a que asistiese antes a la ceremonia del entierro de su padre, y Jesús le replicó:
Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos. (Mateo, 8:22). Esto tiene un
alto significado sombólico; en el judaismo era, y es, muy importante la ceremonia del
י דַק (Kadish), el rezo que el primogénito de la familia debe recitar en el funeral del
padre. Jesús no menosprecia ese y otros actos de culto, pero relativizaba su valor al
confrontarlos con otras cuestiones: Si vas a presentar tu ofrenda en el altar y allí te
acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí delante del altar,
y vé, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces vuelve y presenta tu ofrenda.
(Mateo, 8:23-24). Es decir, los ritos y el culto tienen el valor que tienen, pero no son un
fin en mismos. Por cierto tampoco la Iglesia, es un fin en misma. Su utilidad se
mide por la eficacia que puedan tener en despertar y fomentar la conciencia del
seguimiento a Jesús, de la vocación a construir el Reino de Dios que él anunciaba.
Es evidente que si Jesús postulaba la construcción de ese Reino y dedicó su vida a
realizarlo es porque el mundo que conoc estaba muy alejado del ideal que perseguía.
Tenía claro que su Reino no es como los de este mundo. Se supone, entonces, que sus
seguidores, los que nos definimos como tales, tenemos la misión de proseguir esa tarea
y estaríamos volcados en realizarla, y la Iglesia, la asamblea de sus seguidores, sería el
modelo del mundo nuevo que se quiere conseguir. Vamos a ver que, en realidad, las
cosas no son así. El sistema social dominante, lo que Jesús llamaba «el mundo», es hoy
tan injusto como el que a él le to conocer. Al igual que los pueblos de entonces,
muchos países hoy están siendo expoliados por potencias imperialistas. Y la
desigualdad entre las clases sociales siempre fue una característica constante de este
mundo: gran parte de la población mundial sufre hambre mientras otra parte consume
desordenadamente unos recursos que deberían servir a todos. El expolio de amplias
zonas del planeta genera una emigración masiva que es rechazada con criterios racistas
en el mundo desarrollado. Los gobernantes de las naciones se ponen al servicio de los
intereses de las clases dominantes.
El sistema social imperante, es la completa negación del Reino de Dios que Jesús
deseaba instaurar: Entonces, ¿Dónde están los seguidores de Jesús de Nazaret que se
supone deberían estar dedicados a su implantación? Tales seguidores son pocos y están
muy dispersos, pero existen. Son las personas que, al igual que Jesús, sienten empatía
hacia las víctimas de los problemas humanos. No se concentran en actos de culto. Se los
encontrará al lado de los enfermos y de los que sufren, asistiendo y ayudando a los
presos, colaborando con Cáritas o similares organizaciones asistenciales, proyectos de
desarrollo en países atrasados y otros humanitarios similares, acogiendo y ayudando a
los inmigrantes que no tienen otro apoyo, defendiendo a la gente en precario, a los que
no encuentran trabajo o perdieron el que tenían, a los que ven su vivienda desauciada en
provecho de fondos buitre, a las mujeres que son sojuzgadas y maltratadas
resumiendo, a esas personas se las encontrará fomentando opciones políticas
progresistas que tengan como objetivo superar el actual sistema social clasista e injusto.
Tales personas existen pero son pocas; ya lo vaticinó Jesús: …la mies es mucha, mas
los obreros pocos. (Mateo, 9:37-38). Pero lo que interesa destacar es que ese tipo de
gente no coincide totalmente con el ámbito de nuestra Iglesia, aunque algunos hay en
ella: «ni son todos los que están, ni están todos lo que son». Algunos están en otras
iglesias cristianas, también los hay en otras religiones, e incluso algunos que no
pertenecen a ninguna religión y no tienen ningún tipo de creencia. Incluso estos, sin que
ellos lo sepan, practicando la caridad y buscando la justicia, son seguidores de Jesús y
trabajadores de su Reino. En cambio muchos miembros de nuestra Iglesia, de misa y
comunión frecuente, incluso clérigos, están confortablemente instalados en este sistema
injusto, en el reino de este mundo, y se esfuerzan en su conservación tal como es. Habrá
muchas sorpresas el día del Juicio Final.
Pero ahora a nosotros nos toca analizar si nuestra Iglesia tiene aún alguna posibilidad y
capacidad de reforma. Hay que tener en cuenta que fracasaron todos los intentos de
reforma emprendidos desde el siglo XV. Algunos se saldaron con cismas y guerras
religiosas. En el siglo pasado vimos el fracaso del Concilio Vaticano. Le faltó coraje
para acometer las reformas más importantes, y las tímidas emprendidas fueron después
traicionadas y saboteadas durante el largo papado de Woytila. Y actualmente, los gestos
progresistas del papa Bergolio son contestados por amplios sectores del catolicismo,
incluidos distinguidos miembros del episcopado y la curia vaticana. Parece claro que
este papa no puede, y es incluso dudoso que quiera, emprender la reforma de la Iglesia
para que ésta sea verdaderamente un instrumento al servicio de la implantación del
Reino de Dios tal como Jesús lo concebía. Esta Iglesia ni siquiera suscribió la
Declaración Universal de Derechos Humanos, y no los practica en su seno respecto a
unas cuestiones que vamos a ver. De momento queda claro que los únicos objetivos que
parece haberse fijado son el mantenimiento del culto y la proclamación y defensa de un
legado dogmático que es la herencia de siglos de ignorancia. Y todo ello gestionado por
un entramado jerárquico que no tiene base evangélica y no funciona según el criterio de
Jesús expresado en Mateo, 20:25-27 antes mencionado.
En los sectores progresistas del catolicismo crece el descontento y la impaciencia por el
hecho de que su Iglesia persiste en la negativa a ordenar como sacerdotes a varones
casados y a todo tipo de mujeres. Pero, realmente, ¿es esa la reforma que la Iglesia
necesita? ¿es esa la solución a la falta de conexión de la Iglesia con el proyecto de
Jesús? Esa reivindicación puede lograrse más o menos pronto, como ya se logró en la
Iglesia Anglicana y en otras cristianas, pero cuando se consiga no se habsolucionado
nada, como tampoco se solucionó en esas iglesias. Como ellas, también la Católica
Romana seguirá estando instalada en el sistema. Con o sin sacerdocio femenino, con o
sin celibato sacerdotal, las iglesias pueden seguir volcadas en el mantenimiento de un
culto alienante, desconectado de la problemática y de la realidad humanas, y lo que es
peor, sin relación alguna con el trabajo por la implantación del Reino de Dios.
Para que el colectivo eclesial asuma la tarea que el Evangelio le asigna, es preciso que
tal colectivo tenga consciencia de su propia existencia y de la misión que tiene
encomendada. Pues bien, esa consciencia no existe ni puede existir con la actual
organización de la institución. La estructura organizativa de la Iglesia y su manera de
funcionar son un factor de sofocamiento del espíritu asambleario y comunitario del
colectivo humano que dirige. La única autoconsciencia que se puede dar en el marco
organizativo de la Iglesia es la que jerarquía tiene sobre su propio poder, un poder y
unas atribuciones que se autoasignó la propia jerarquía. Basta leer el Código de Derecho
Canónico para constatar eso. La tal jerarquía es un escalafón de grados de poder o
autoridad, constituido por un personal consagrado, es decir, segregado de la masa del
pueblo cristiano al que se asig la deonominación de “laicado”. El mencionado Código
asigna a ese personal consagrado la exclusividad de todas la funciones eclesiales: en el
terreno de las creencias: definir dogmas, discutir en concilios, elaborar doctrina,
interpretar las escrituras, e incluso leerlas (durante siglos estuvieron confinadas en
idiomas incomprensibles para el pueblo), predicar, dictar normas morales definir lo que
es pecado y lo que no, los matrimonios que son válidos o los que son nulos, determinar
cuándo y cómo se debe ayunar y en el terreno del culto: oficiar todo tipo de cultos,
consagrar la eucaristía, administrar sacramentos, absolver o no los pecados, pronunciar
condenas y excomuniones, bendecir El personal dirigente que se autoasignó esas
funciones tiene todos poderes sobre la multitud dirigida y no es elegido por ésta, ni le
rinde a ésta ningún tipo de cuentas sobre la gestión realizada.
Y lo peor del caso es que esa jerarquía que se apropia y monopoliza las mencionadas
funciones secundarias, ignora lo esencial: no tiene ningún proyecto concreto de mo
debería ser la sociedad para ser el Reino de Dios al que Jesús aspiraba, ni de cómo se
debería actuar para alcanzar esa meta. Estudiar formas de actuación y ponerlas en
práctica debería ser tarea del colectivo eclesial en su conjunto, de la asamblea de
creyentes, pero esa asamblea no puede siquiera saber que existe si se limita a seguir el
liderazgo de una jerarquía que sólo se ocupa del dogma y la liturgia, y que reduce al
laicado a la condición de eterno menor de edad. En realidad, y a despecho del espíritu
de la enseñanza de Jesús, ese personal jerárquico es mercenario, pues hizo del
desempeño de las funciones que ejerce un modo o remedio de ganarse la vida que no
encaja con la idea evangélica del Buen Pastor.
Retomando la pregunta hecha más arriba: ¿Tiene nuestra Iglesia aún alguna posibilidad
y capacidad de reforma? El continuado fracaso de tantos siglos de experiencia nos hace
ser pesimistas a este respecto, pero en la medida en que podamos promoverla, tenemos
que seguir intentándolo. Como quedó dicho, seguidores de Jesús existen aunque
escasean, y no saben coordinar su acción (como ovejas sin pastor). Dispersos en
religiones variadas, y los que están en nuestra Iglesia resisten en pequeños grupos
escasamente coordinados y sin conexión con la masa del rebaño, que sigue siendo un
eterno menor de edad. ¿Qué hacer? ¿Cómo transmitir, dentro y fuera de la Iglesia, el
llamamiento de Jesús, su mensaje movilizador?
Faustino Castaño